Ese día decidimos zambullirnos en el mar. Conscientes de que la nueva aventura integraba los cabellos mojados y la visión difusa. No nos importó.
Las olas en los alrededores se golpeaban con los bordes y volvían hacia nosotros. Eso era bastante raro si hablábamos de un mar, al parecer este no lo era.
Pocas veces las aguas me levantaban. En ese momento, aprovechaba de ver cómo la ropa de mi compañero, especialmente su color, comenzaba a fundirse con los matices azulados del océano. Y las telas que parecían flotar, dejaban al descubierto un poco de piel correspondiente a su espalda.
Los minutos corrían sin que nos diéramos cuenta y el oleaje se volvió más violento. De ese modo, una capa de espuma, repleta de burbujas, adornó la superficie. Incluso nos acompañó en la navegación con el tenue sonido de una tssss, mientras las pompas reventaban.
A decir verdad, estábamos confiados. El ritmo de las olas, que nuestros pies impulsaban, nos otorgaban cierta tranquilidad. Éramos Poseidón, capaces de hacer valer nuestra voluntad en los mares. ¿Límites? Me olvidé de esa palabra.
Aunque mi percepción cambió de golpe. La tierra, de súbito, se movió agresivamente y ya nuestro poder de alterar o tranquilizar el oleaje sucumbió sin vuelta atrás.
Intentamos salir. El primer pensamiento que tuve fue que se trataba de un terremoto.
Torcimos la dirección, con los pocos poderes que nos restaban y salimos aireosos del combate.
Nuestros brazos y piernas tiritaban. Hundimos los pies en la porosa arena que nos abrigó en ese día gris. Para luego buscar cobijo en unas toallas abandonadas de la playa desierta.
Corrimos e ingresamos a la casa y el "mar con bordes", como le llamábamos a la piscina, se apaciguó paulatinamente hasta tomar la firmeza de un espejo.
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